
Cuando llegué a España, el tiempo durante el cual pensaba quedarme era indefinido. Pensaba más o menos en dos años, pero sólo por tener algún tipo de referencia que pudiera paliar un poco el inmenso vértigo que sentía en esos momentos. Porque realmente es una diferencia enorme a nivel psicológico el tener más o menos acotados los periodos y las actividades que vas a hacer en el otro país. Cuando es este el caso, tienes una seguridad de tipo institucional. Llámese beca, permiso de trabajo, etcétera. Ahora que estoy viviendo en esa otra situación, me parece que ese vértigo que se siente cuando no está todo en su lugar resulta un acicate formidable para adaptarse al país. Por supuesto que las inmensas diferencias objetivas entre Logan y Madrid son un factor fundamental. Pero a pesar de ello, creo que lo que pasa por dentro es por lo menos tan importante como esto.
Hablar de un tiempo indefinido, quiere decir que pueden ser muhos años o tan sólo algunos meses. De hecho, esto último es en principio lo más probable, tomando en cuenta el hecho de ser un inmigrante sin papeles. Se vive con ansiedad y con miedo. Pero también con una constante sensación de urgencia. Urgencia de comerse el país a bocados grandes. De conocer hasta el último rincón del Prado; de ver cuantos espectáculos flamencos se te pongan enfrente; de recorrer Madrid palmo a palmo y conocerlo aún mejor que los nativos si se puede. Y también, de guardar un poco en un cajón tu mexicanidad, tus viejos amigos, tu familia y en general, todas tús raíces. No es que las olvides, siempre están ahí presentes. Pero si lo estan demasiado se convierten en un lastre no compatible con la sensación de urgencia que te embarga a cada momento.
Recuerdo aquellos días como de los más intensos de mi vida. Y, al mismo tiempo, aunque parezca paradójico, teniendo una sensación de irrealidad. Parecía como un sueño el finalmente estar allí, con esa gente de maneras tan bruscas, pero en el fondo, amables a su modo. Creo que no hubiera sido posible hacer los grandes amigos que he hecho en Madrid y de conocer profundamente a tanta gente maravillosa, de no haber sido por el látigo de la urgencia.
Esta sensación de aventura hace que, aunque todo lo externo tenga un aspecto bastante oscuro y amenazante, tengas la sensación de estar actuando desde tu centro. Creando tu propio espacio desde dentro hacia afuera y eso te da la fuerza necesaria para sobrellevar todo el miedo y la ansiedad que te acompañan.
En Logan me ha pasado justo lo contrario. Ahora todo lo externo está perfectamente ordenado (¡Y de qué manera!). Pero en lo interno, al menos al principio, todo era un absoluto desastre. Al principio, la sensación de desorientación era absoluta. No sabes ni de donde vienes ni adonde vas. Como arrojado a un mundo del que no tienes ninguna referencia, ni tampoco ningunas ganas de querer entender. Con gente que habla otro idioma, no sólo en el sentido literal, cosa no banal, sino sobretodo en el sentido figurado, cosa aún mucho más importante. En cierto modo resulta bastante protector trabajar tantas horas como un esclavo, porque así no tienes tiempo de pensar demasiado.
En esas situaciones, siempre hay un gran remedio. Volver a las raíces. Abrazar a Lía, ver a los viejos amigos, emborracharme con mi hermano hasta las siete de la mañana, ir al chico con mi madre a pasar año nuevo, jugar al risk con Julieta y Getse. En fin, hacer un alto en el camino para regresar un poco a los orígenes y recordar quien eres y adonde vas. Por eso me ha ayudado tanto volver a casa en estos días. El regreso a mormonland ha sido mucho menos traumático de lo que esperaba. A pesar de que este pinche lugar no ha cambiado nada, mi actitud hacia el es muy distinta. Hasta podría decirse que estoy empezando ha disfrutar un poco de mi estancia por acá.
Siempre existen hechos externos, aparentemente banales, pero que te confirman que las cosas están cambiado por dentro. En este caso, una fiesta (y de paso así les cuento algo más de Logan, que no he hablado demasiado de él). Existe una costumbre aquí, que consiste en que cuando alguien se cambia de casa y se encuentra más o menos establecido, organiza una fiesta para sus amigos. Este tipo de fiesta tiene un bonito nombre: "house warming". Nada más llegar de México, nos tocó organizar la nuestra. La fiesta acabó a las seis de la mañana, hecho por demás insólito en estos lugares. Pero encima con la gente ¡Bailando a Manu Chao a esas horas! Después nos han dicho algunos que es una de las mejores fiestas a las que han ido. Cosa que, por otro lado, no es demasiado difícil dado el nivel de las que se cuecen por acá (otro día les cuento de las divertidas fiestas de mormonland).
Así que ahora las cosas van más o menos marchando. Por eso, si algún valiente se anima a visitarme, ya sabe que será "more than welcome" de venir. Lo que nos sobra por acá es espaci0.
Por supuesto existe otro tipo de inmigración, que desgraciadamente es la más común. En este último caso, las razones no vienen de un enamoramiento del país o de que has sacado una beca para estudiar en el extranjero. Las razones son puramente económicas. Es la inmigración del hambre. Aquella que te obliga a dejar tus raíces y familia porque no te queda de otra. Aquella en la que esencialmente eres utilizado como mano de obra barata para realizar un trabajo que los ricos ya no quieren hacer. Aquella en la cual, en momentos de crisis te vuelves prescindible para el país y pasas de convertirte en algo útil a una amenaza social. Aquella que da tantos votos a políticos que utilizan el miedo a lo diferente como arma arrojadiza para ganar elecciones. Aquella de la cual, afortunadamente para mi, no tengo más que referencias indirectas porque nunca la he vivido en carne propia. Supongo que en este caso sí que debe ser casi imposible adaptarse. Sin embargo, la gente lo hace.