
A ti lo que te gustaba era hacer cosas para la casa; lijar, barnizar, impermeabilizar. Realmente éramos muy distintos porque yo soy un inútil para todo eso. Por el contrario, a ti la física te parecía una ciencia oscura y lejana. Supongo que me veías un poco como a un ser de otro planeta con mis ecuaciones y mis cálculos.
Sin embargo, ahora me doy cuenta de que te tenía que haber dado una clase de física. Una chiquita, de cinco o diez minutos. Sin ningún ánimo de aburrirte, sino solo de mostrarte alguna información muy práctica para la vida.
Lo primero que te hubiera enseñado es que la aceleración de la gravedad en la tierra es de 9.8 m/s2. Aunque probablemente eso te lo habían hecho aprender en la escuela. Lo que seguramente no te enseñaron es que ese número es absolutamente brutal. Te dice por ejemplo, que si te precipitas al vacío una distancia de diez metros, vas a alcanzar el suelo en un tiempo menor a un segundo y medio. En ese tiempo no te alcanzas a pner en una buena posición a menos que seas un gato, que no era tu caso. También te dice algo todavía más importante. Que al caer tienes una velocidad de más o menos 50 km/h. Y eso amigo mío, no lo aguanta ni una cabeza tan dura como la tuya. Sí, te tenía que haber dado esa clase. A lo mejor así hubieras tenido más cuidado al pasearte por esa azotea; al pasar al lado de ese domo. Tan desenfadado con tus chanclas y tu escalera.
Pero lo que realmente no se vale es que no me hayas tú dado a mi una clase. No hubiese sido equitativo porque la mía te la daba yo en cinco minutos y la tuya hubiera llevado bastante tiempo más.
Me tendrías que haber enseñado que hago ahora, a dos días de que todo haya pasado. Adonde mando este dolor casi insoportable que tengo en el pecho. Me tendrías que haber contado como hago para quitar de mi cabeza ese espantoso ruido de plástico roto. Como borro de mi memoria esa espantosa visión de tu cuerpo postrado en el suelo, esa hora infernal esperando la ambulancia. Vamos, al menos me tendrías que haber dicho que hago ahora con ese inmenso cariño que sentía por tí a pesar de tener tan poco tiempo de haberte tratado. No se vale mano, no se vale.
Pero dentro de todo, todavía te paso que no me hayas dado a mi esa clase. Al fin y al cabo tampoco me conocías desde hace tanto. Pero y mi madre? A ella al menos le podías haber dado la lección. Si no completa, aunque fuera sólo una parte. Como por ejemplo contarle en donde encuentra ahora esa inmensa felicidad que tú le dabas y que se le perdió de repente en un segundo. Ahora ya no estás. ¿Qué te costaba decirle donde la dejaste cuando te fuiste? ¿Eh? ¿Qué te costaba?
Ni siquiera tu hija, tu adorada brujita, logró impedir tus ansias de volar.
Pero ya te fuiste, y no nos diste la clase. Supongo que tendrémos que aprenderlo por otro lado. Así que sólo me queda decirte: Descansa en paz, queridísimo Antoñito, descansa en paz.